Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Augusto Monterroso.
El genial Augusto Monterroso desconocía, cuando escribió el cuento que subtitula este escrito, que se estaba anticipando, con su prosa sintética y evocadora, a lo que hoy podría ser llamado lenguaje tuitero. Su breve cuento ha sido motivo de apasionadas loas y entusiastas críticas. Lo que más adoro, probablemente, de esta pieza es todo lo que queda a la sombra, todo lo que queda latente, en segundo plano. Todo lo que no nos cuenta. Que, al fin y al cabo, es el cuento.
Hace bastantes días que vivimos en este confinamiento sobrevenido, en este necesario encierro al que nos ha abocado el virus y son muchas las reflexiones que ando leyendo por ahí sobre este oficio mío, el de la docencia, el de tantas y tantos, y el modo en que estamos afrontando esto. Me da la sensación, (tampoco leo todo, qué duda cabe, ni ganas tengo) de que hemos convertido el tema de la “enseñanza telemática” en objeto de debate, en mero artefacto con el que jugar. Ahora éste es nuestro cubo de rubik.
Leo con más interés aquellos artículos que enfocan el tema desde la perspectiva de la desigualdad social y económica, de cómo ese monstruo hace que manejar esto sea algo demasiado grande. Me siento muy cercano a estas reflexiones, pues no en vano hablan del alumnado con el que ahora trabajo a diario. Niños y niñas en entornos familiares económicamente deprimidos, contextos sin estímulos culturales, rodeados de adultos que pasan sus jornadas enteras trabajando y apenas llegan a casa (normalmente me refiero, no sólo ahora, que también) con fuerzas para tumbarse.
Se repiten conceptos como “brecha educativa”, “curso perdido”, “aprender de todo esto”… y se me llevan los demonios. Me van a disculpar, pero este cubo de rubik se lo pueden ustedes meter por donde les quepa.
No me hace falta un virus desolador y destructivo para conocer perfectamente el abismo al que abocamos cada día a todos esos alumnos y alumnas de quienes hablo aquí. No me hace falta verme ante el reto de comunicarme con esas familias y tratar de trasladarles un poco de luz para que “no pierdan el curso”, dándoles muchas opciones estupendas, la mayoría de las cuales requerirán de una pantalla y unos cuantos megas.
Al igual que en el cuento de Monterroso, todo lo que no se cuenta es el cuento.
Mucho me temo que después de todo esto tendremos la oportunidad de asistir a cientos de conferencias, charlas, seremos invitados a congresos y nos ofrecerán cursos donde la pantalla tendrá todo su protagonismo, donde se alabará su efecto y su necesaria presencia en la vida diaria. Recordaremos lo baratas que pueden ser y todo el conocimiento que pone a nuestra disposición. Un poco como ahora, no seamos ilusos, pero tampoco negaremos el auge que el virus le dará a todo esto.
Tampoco voy a ponerme lacrimógeno con la escasez de recursos de nuestros pequeños y pequeñas, con la pena que da que no puedan tener algo con lo que conectarse al mundo cuando el planeta entero se está desconectando. No van por ahí mis tiros. De todo eso son responsables sus adultos encargados. Soy consciente del momento que vivimos y de lo útil que puede llegar a ser una herramienta de ese calibre. Y también de que muchos adultos prefieren gastarse el importe de una de esas pantallitas en cartones de tabaco…
Me intento imaginar de niño, en el pueblo, encerrado en mi casa. Con una madre que se pasaba el día cosiendo y un padre que a buen seguro se saltaría las normas de confinamiento para salir a la calle. Intento pensar qué tendría a mano. Mi profe solo se podría poner en contacto conmigo por teléfono, en el mejor de los casos, si es que se hubiera llevado la agenda a casa. En el mejor de los casos ese sería su ‘seguimiento’. Me imagino en aquella casa de mi infancia, sin libros en las estanterías, por supuesto sin internet y con la tele (de tubo) y la radio como ejes de coordenadas de todo. Yo no era mal alumno, pero tampoco me esforzaba mucho por despuntar. Me gustaba escribir y solía hacerlo espontáneamente, sin necesidad de que me lo pusieran de deberes. Así podía entretenerme muchas veces, me gustaba leer mis cuentos a los de la clase y que alabaran esas historias, para qué mentir. Pero también pasaba las horas jugando con mis indios y vaqueros, alineándolos en la mesa del comedor o distribuyéndolos por el suelo. Mezclando estos juguetes con otros, como los playmobil, o las muñecas de mi hermana, con los que no tenían nada que ver. Creando historias con mi imaginación, en fin. Me imagino también en algún momento leyendo uno de los álbumes de dinosaurios que cogía de la bliblioteca de la escuela o repasando por enésima vez una historieta de Ásterix o de Mortadelo y Filemón. Lo que quiero decir es que aquel contexto mío, en aquella época (los ochenta) y en el contexto de una familia de nivel medio-bajo viviendo en un pueblo humilde con mayoría de agricultores y amas de casa, bien podría ser similar a las condiciones en las que cualquiera de mis niños o niñas viven durante este confinamiento.
Esto que nos está pasando nos puede hacer reflexionar sobre muchas cosas: la importancia de las tecnologías en lo educativo, el protagonismo de las pantallas, de las conexiones permanentes, la necesidad de tener una huella en las redes sociales, crear una marca propia, configurar y mantener una imagen de éxito… Pero nada de esto me interesa. Cuando volvamos, todo va a estar exactamente donde lo dejamos. El desinterés por la cultura elaborada, por el crecimiento personal, la desigualdad expresa entre ricos, pobres y aún más pobres, el miedo a ser discriminado por cualquier cosa, la aporofobia en todos los estratos sociales y manifestado en todas las plataformas posibles. El abismo seguirá ahí.
¿Nos lamentamos ahora de la escasez de recursos, de lo acusado de la brecha, de la “desigualdad social” que se expandirá?
Me imagino a los gurús y teóricos, dando bandazos en sus casas (están confinados, claro), recorriendo el pasillo arriba y abajo, reflexionando sobre la cuadratura del círculo. Pensando en “la clave” que resuelva todos estos misterios que se han abierto ante nosotros. “La clave es el tiempo interactivo”, “la clave es combinar ocio y cultura de esta forma o de esta otra”, “la clave está en la formación de los maestros”, “la clave es la conciliación de la vida familiar y laboral”, “la clave es la gestión de las emociones y los sentimientos”… Una sociedad rápida requiere de respuestas rápidas. Volverá el debate (muy apropiado, además, con una nueva reforma de ley educativa en ciernes) sobre la profesionalidad de los maestros, la culpabilidad de los políticos y la ausencia de recursos de la pública (sobre todo), muy en desventaja con cualquier otro modelo de escuela lo mires como lo mires… Muchos augurarán el comienzo de un nuevo paradigma, el principio del cambio definitivo, una nueva era… Y se pondrán a vender libros como locos. Les diré algo: a los padres y madres que hoy no tienen literalmente nada en sus despensas que darles de comer a sus hijos les importa bien poco tener repleta “la maleta de las emociones”.
Corremos el peligro de que todo esto que estamos viviendo nos seduzca hasta el punto de ver una especie de fantasía comunitaria del problema. Y vivir en esta utopía puede llevarnos incluso a creer que existen soluciones generales que puedan servirnos a todos. Estas generalizaciones hacen que externalicemos la individualidad de cada uno y le sonriamos a una sociedad globalizada y capitalista. Esta utopía en cierto grado inmunitaria (paradójicamente) hace que nos relajemos y esperemos la gran respuesta, la gran solución. El problema individual se diluye, las limitaciones personales desaparecen y el foco de interés de este terrible contratiempo se desvía.
No estamos donde estamos (educativamente hablando) por casualidad. Hemos forjado durante mucho tiempo un camino lleno de negligencias políticas, de desinterés por la escuela, de desinformación radical, de banalización, mercantilización y comercialización de nuestro oficio. La escuela no sólo no ha sido ajena a la deriva social de gusto por el dinero, el éxito, la imagen y la belleza, sino que ha fomentado todo esto, lo ha introducido en las aulas y le ha dado oxígeno. Llevamos vendiéndonos décadas. Dando la espalda al alumno, a la realidad de familias enteras sin motivación por ser mejores personas, por crecer intelectualmente, por tener un criterio, una ilusión, independientemente de su poder adquisitivo. Dando la espalda al abismo. La escuela es un supermercado de conocimientos donde los niños están de paso y sus padres lo estuvieron antes que ellos. Y puede que hasta sus abuelos. Entras, consumes y te vas. Tenemos generaciones enteras “agujereadas”.
Hace mucho que elegimos el camino equivocado, mirar fijamente al dinosaurio y olvidarnos de todo lo demás. A veces pienso, no lo voy a negar, que deberíamos mandar todo a tomar por saco. Pero haciéndolo bien. Dándoles el poder, de facto, real, a las empresas que controlan esto en la sombra. Que ocupen el poder. Que coordinen todo esto. Sacarlas de su secreto lugar. Que redacten ellos las normas. Que decidan sobre todo esto. Que nos compren a todos y nos procuren bienestar a todos, para que no dejemos de hacer girar la rueda, para que no dejemos de consumir. Nadie quedaría al margen. Probablemente nos iría mejor. La empresa sabría bien qué hacer para mantenernos en el mercado. Alumnado y profesorado seríamos sus clientes. El capitalismo no falla. Que entre a saco en todo esto y nos vayamos a la mierda de una vez por todas. Al abismo, sí, pero con los pies por delante.